El túnel, Ernesto Sábato
Quizás El túnel (1948) sea un clásico por el entusiasmo que suscitó al publicarse entre escritores canónicos como Graham Greene o Albert Camus, y entre los críticos más diversos. Quizás lo sea porque es una de las novelas clave para entender la modernización de la narrativa hispanoamericana, que pasó de ser pintoresca en el mal sentido de la palabra a ser cosmopolita. Quizás sean otras las razones. Uno nunca sabe a ciencia cierta por qué algunos libros se convierten en clásicos y otros no. Vamos, que ni siquiera queda claro en ocasiones cuáles obras merecen llamarse clásicas. Sin embargo, el mérito de esta primera novela de Ernesto Sábato (Argentina, 1911) está más allá de estas consideraciones. O más acá. Con independencia de su contexto, El túnel es una novela profunda y desgarrada que mete bisturí en el interior de un hombre atormentado por la soledad, el abandono materno y la poca estima que tiene por sí mismo y por el género humano.
Se trata del pintor Juan Pablo Castel. Apenas inicia la novela, nos confiesa en calidad de único narrador de la obra que dio muerte a María Iribarne. El libro que leemos sería el intento de Castel de explicar cómo fue que llegó a matar a la única persona que llegó a entenderlo, aunque tampoco es que tenga demasiadas esperanzas de encontrar un lector con el que pueda comunicarse. Nos remontamos, pues, al día en que Juan Pablo y María se conocieron. Él exponía un conjunto de sus cuadros. Uno de ellos, el llamado Maternidad, presentaba en el extremo superior izquierdo una pequeña ventana a través de la cual se veía una mujer solitaria que en una playa vacía miraba el mar. Ese detalle fue ignorado o censurado por los críticos, que tan despreciables le resultan a Juan Pablo. Tampoco llamó la atención de otros espectadores; solo la de una muchacha desconocida.
Castel no logra vencer su timidez a tiempo para propiciar una charla con la joven, de modo que esta se va. A partir de entonces, el pintor se obsesiona con ella, con la idea de reencontrarla, hasta que el hecho ocurre, no sin angustias de por medio por parte de Juan Pablo. ¿Colmará su enorme vacío existencial este hombre al lado de María o no hará sino acentuarlo?
En Querido y remoto muchacho, una carta dedicada a los jóvenes escritores que hizo parte de su novela Abbadón el exterminador (1974) y que luego se publicó como libro independiente, Ernesto Sábato afirma que las novedades de forma no son indispensables para una obra artísticamente revolucionaria. Ideas parecidas había vertido el autor en su libro de ensayos sobre literatura El escritor y sus fantasmas (1963). Seguramente Sábato tenía muy en mente estas premisas al escribir El túnel. No encontraremos en esta novela fragmentación temporal ni simultaneidad de planos ni flujos de conciencia a lo Joyce ni ninguna de esas técnicas vistosas tan en boga en la época (ni falta que le hacen). En cambio, hallaremos una narración casi por completo lineal, con una prosa bastante sencilla aunque también sugerente; hallaremos, sobre todo esa “indagación en el hombre” que es para este narrador argentino la tarea primordial de la novela como género.
Aunque la caracterización de sus personajes secundarios es eficaz, El túnel es la novela sobre todo de un solo personaje. Todo gira en torno a la interioridad de Juan Pablo, a sus dudas, a su rabia, a su imagen distorsionada del mundo. Sin duda, su visión de la vida es desesperanzada, oscura. Sin embargo, ello no implica, como sugieren algunos críticos como Ángel Leiva, encargado de esta edición, que la visión de la novela sea la misma que la de su protagonista. El libro invita al lector a tomar distancia de la perspectiva de Castel, a quien se nos presenta, aun cuando es él quien narra, como un ser paranoico que destruye, sin reconocerlo, cualquier atisbo de felicidad en su vida. Lo inquietante de la novela es que en ese ser tan enfermizo, tan fuera de sus casillas, que hace de la razón un arma atormentarse, los lectores encontramos rasgos que reconocemos como propios. Magnificados, quizás, pero no por eso menos familiares.
En la voz de este ser frágil y a la vez violento, en busca de la madre perdida, ciego ante el mundo y encerrado en su propia obsesión, encontraremos nuestros pensamientos y sentimientos más inconfesables, nuestros temores más profundos. ¿Será que no estamos tan lejos de un asesino con serios problemas mentales? ¿Será que la sensación de vacío y soledad es común a los seres humanos y por eso, aunque lo condenemos con todo el rigor que se merece, no podemos ser ajenos ni indiferentes al drama de Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne?