El pan de la guerra, Deborah Ellis
Los talibanes son un grupo fundamentalista que tomó el poder en Afganistán en 1996, luego de derrocar al presidente Burhanuddin Rabbani. Este grupo instauró en su país un régimen represivo, especialmente severo con las mujeres, que, según algunos medios, continúa incluso luego de la caída de los talibanes a raíz de la invasión norteamericana en 2001. Entre las prohibiciones que esta organización imponía a las mujeres bajo su gobierno están las siguientes: no podían trabajar fuera de casa, no podían salir a la calle sin la compañía de un hombre, no podían comprar a comerciantes varones, no podían ser atendidas por médicos varones ni reír en voz alta ni usar cosméticos ni lavar su ropa en ríos públicos. Además, estaban obligadas a llevar un largo velo que las cubría de pies a cabeza, entre otros absurdos requerimientos e interdicciones.
En este contexto se desarolla la novela que ahora reseño: El pan de la guerra, de Deborah Ellis (Canadá, 1960). La protagonista es una niña llamada Parvana que vive junto a su familia en Kabul, la capital de un Afganistán ocupado por los talibanes. El padre de Parvana, un ex profesor impedido de ejercer su profesión, trabaja en el mercado leyendo cartas a quien no puede hacerlo, y se hace acompañar de su hija, que sabe leer casi tan bien como su progenitor. Cuando los talibanes deciden meter a este en la cárcel, sin que medie alguna razón concreta, Parvana y su familia, conformada por la madre, dos hermanas y un hermano pequeño, quedarán desamparadas. A su corta edad, Parvana se verá obligada a hacerse cargo de los suyos, para lo cual tendrá que cortarse el cabello muy corto y hacerse pasar por un niño.
Sin melodrama ni moralejas, El pan de la guerra expone, desde la perspectiva de una jovencita valiente y luchadora, las duras condiciones que deben enfrentar los seres humanos que son gobernados por regímenes totalitarios; esos seres que han perdido sus derechos más elementales y que no pueden aspiran sino a sobrevivir a tanta violencia e irracionalidad.
Del estilo y la estructura hay poco que decir: estamos ante un relato lineal, con un lenguaje sencillo. Sin embargo, en esa misma sencillez y falta de afectación está la clave, quizá, para explicar la efectividad del libro, que en verdad cala hondo. Aunque no es una obra de ritmo vertiginoso, nunca pierde el interés, ya que son constantes las dificultades que deben enrostrar la protagonista y los suyos. El final no es concluyente; sin embargo, parece dejar un resquicio a la esperanza, tan necesaria para Parvana.
Es este un libro duro pero necesario, adecuado para lectores de cualquier edad, que nos recuerda los horrores de los que somos capaces y que apela al poder de la ficción y de la memoria para que no los repitamos.