Nieve en otoño, Irène Némirovsky
He leído, hasta hoy, tres novelas de Irène Némirovsky (El caso Kurílov, El baile y Nieve de otoño), y las tres han sabido convocar mi entusiasmo. Como ya he comentado en las otras reseñas dedicadas a sus libros, el interés de esta autora ucraniana, de breve y desdichada vida, no fue la innovación formal, tan en boga entre sus contemporáneos de principios del siglo XX, sino narrar de forma sencilla y efectiva historias inspiradas en experiencias cruciales, como el exilio, la difícil entrada al mundo adulto y el descubrimiento de un sustrato común a los seres humanos más diversos.
Se equivoca quien afirma que solo con experimentación o un estilo ornamentado se puede escribir ficción valiosa (no falta quien cree que en estos rasgos reside lo “literario” de la narrativa). Sin desdeñar la innovación, que ha parido, sin duda, obras maestras, afirmo que el designio central de la ficción, además de divertirnos y emocionarnos, es contarnos historias que nos ayuden a entendernos y a entender a nuestros semejantes y al mundo, independientemente del grado de virtuosismo formal que exhiban. Tal es el fin conseguido por las obras de Némirosvsky.
Nieve de otoño (1931), tercera novela publicada en vida de su autora, es uno de esos libros que se distinguen por su brevedad, transparencia e intensidad. Su protagonista es una vieja niñera rusa, Tatiana Ivanova, que, ante la Revolución bolchevique, debe exiliarse en Francia junto a la familia de nobles a la que ha servido durante décadas. Contada por un narrador en tercera persona, la historia casi siempre se sitúa en la perspectiva, exterior e interior, de Tatiana, con breves incursiones en la de otros personajes.
Unos puñado de personajes y unos cuantos hechos bien escogidos le permiten a Némirovsky dar cuenta de la brutalidad de cualquier guerra y del dolor y la nostalgia del exilio. Si bien en Nieve de otoño se narran sucesos dramáticos (el asesinato de un ser querido, el perder de un momento a otro todo lo que se ha tenido y embarcarse en una aventurosa azarosa en un país ajeno, con un idioma extraño), la autora nunca carga las tintas: su narración está sabiamente exenta de truculencias, que casi siempre restan persuasión en vez de sumarla. Hay en esta novela contención y falta de énfasis: la desnuda historia, significativa y narrada en una prosa libre de adornos, basta para sobrecogernos.
Celebro que esta gran escritora ucraniana se haya incorporado a nuestro canon literario gracias al redescubrimiento de su obra en 2004, tras la publicación de su novela inédita hasta ese momento Suite francesa, “una obra maestra, uno de los testimonios más extraordinarios que haya producido la literatura del siglo XX sobre la bestialidad y la barbarie de los seres humanos”, según Mario Vargas Llosa. Justo este libro y Los perros y los lobos serán mis próximas lecturas nemirovskyanas.